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hacer. Además, promociona, porque ya ha repetido dos años y pa-
sará de curso haga lo que haga».
No compartimos este ejemplo para cuestionar el esfuerzo de mu-
chos docentes para que cada alumna y alumno aprendan, sino para
tomar conciencia de que, de manera general, la sociedad y las
personas que la integramos no esperamos nada de las personas
empobrecidas. Una sociedad como la nuestra está dispuesta a
realizar grandes esfuerzos colectivos para organizar la ayuda, para
paliar el sufrimiento, para cubrir la necesidad, pero, al mismo tiem-
po, no espera ninguna contribución de los colectivos y personas en
situación de mayor precariedad. Las da por perdidas, como si no
pudieran ser nada más que meras receptoras, víctimas impotentes
de su situación.
Esta dinámica profundiza las dinámicas de exclusión y cultiva la
desesperanza, ya que el motor más importante para aprender y
participar es la motivación personal y colectiva de saberse espera-
do, de saber que tienes algo imprescindible que ofrecer, que apor-
tar, que dar. Sentirse útil es la base para poder ponerse en marcha
junto a otras personas en la construcción de algo común.
Pero a quienes viven en pobreza no se les espera, ni tampoco se va
a su encuentro. Tan cerca y tan lejos del resto de la sociedad. Eso
nos manifestaron unas familias que siguen viviendo en chabolas
cuando pudimos volver a ir a verlas tras el confinamiento. Se en-
cuentran alejadas de la vida social por un inmenso y corto abismo
de trescientos metros, un camino olvidado y polvoriento si no fuera
porque conduce a una antigua escombrera. Los primeros cruces de
palabras, después de los saludos de rigor y un tanto excéntricos
que nos ha dejado la covid19 fueron:
— «¿Qué tal?, ¿habéis recibido muchas visitas? Ya sabéis tenéis
que tener cuidado con los contagios».
— «Pero qué dices, ¡si aquí nunca nadie viene a vernos!».
Al invisibilizar y negar su posible contribución, perdemos todos y
todas, pierde la sociedad en su conjunto. Dialogar con la experien-
cia de pobreza nos permitiría poner encima de la mesa y profundi-
zar algunos aspectos clave de cara a revertir la desigualdad social
y la injusticia: la precariedad compuesta de escasez e incertidum-
bre, las causas y efectos de la exclusión y la soledad, las relaciones
que enferman a través de la dependencia y la humillación, la crea-
tividad cotidiana para improvisar la vida como fuente de inspira-
ción para buscar nuevas maneras de hacer. No son temas fáciles
de abordar, y eso hace que muchas veces se ponga el foco en
aspectos más abstractos y globales. Por eso la experiencia e inte-
ligencia de las personas en situación más grave de pobreza sigue
siendo una contribución inesperada, quizás incluso indeseada, ya
que contar con ella nos obliga a poner en cuestión ciertas certezas
y seguridades.
Uno de los principales gestos de reafirmación de la valía e identidad
del ser humano es su capacidad para dar, para ofrecer, para contri-
buir. Por ello uno de los principales hechos que en sociedad generan
y mantienen la exclusión es la negación de la capacidad de una
persona —o una comunidad o colectivo—para ofrecer, para dar
de sí. Este hecho ayudaría a explicar de un modo muy diferente las
razones de la pobreza y desvelaría que, en primer lugar, las perso-
nas son pobres no porque no tengan nada que ofrecer, sino porque
se les impide contribuir al beneficio común, al bien social.
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